lunes, julio 20, 2009

De Profundis

He recorrido el palacio mágico del sueño.
Me he fatigado en vano por descubrir
el vestigio de una mujer ausente de este mundo.
Yo deseaba restablecerla en mi pensamiento.
Conservo mis afectos de adolescente sufrido y cabizbajo.
Su belleza adornaba una calle de ruinas.
Yo me insinuaba hasta su ventana en medio de la oscuridad crepuscular.
Me excedía en algunos años
y yo ocultaba de los maldicientes mi pasión delirante.
Dejó de presentarse en una noche de temores y congojas
y recordé infructuosamente las señas de su vivienda.
Un temporal corría la inmensidad.
Yo seguí a desahogar la melancolía indeleble en una aventura,
donde mis compañeros se perdieron y murieron.
Yo amanecí en el recinto de una iglesia,
monumento erigido por una doncella de otros siglos.
El sacerdote encarecía las pruebas de su devoción
y anunciaba desde el púlpito amenazas invariables.
Celebró después el oficio de difuntos
y llenó mis oídos con el rumor de un salmo siniestro

José Antonio Ramos Sucre.

1 comentario:

Ophir Alviárez dijo...

Carta sin despedida

A veces,
mi egoísmo
me llena de maldad,
y te odio casi
hasta hacerme daño
a mí mismo:
son los celos, la envidia,
el asco
al hombre, mi semejante
aborrecible, como yo
corrompido y sin
remedio,
mi querido
hermano y parigual en la
desgracia.

A veces -o mejor dicho:
casi nunca-,
te odio tanto que te veo
distinta.
Ni en corazón ni en alma
te pareces
a la que amaba sólo
hace un instante,
y hasta tu cuerpo cambia
y es más bello
-quizá por imposible
y por lejano-.
Pero el odio también me
modifica
a mí mismo,
y cuando quiero darme
cuenta
soy otro
que no odia, que ama
a esa desconocida cuyo
nombre es el tuyo,
que lleva tu apellido,
y tiene,
igual que tú,
el cabello largo.
Cuando sonríes,
yo te reconozco,
identifico tu perfil
primero,
y vuelvo a verte,
al fin,
tal como eras, como
sigues
siendo,
como serás ya siempre,
mientras te ame.





Ángel González